miércoles, 25 de noviembre de 2015



El viaje en el Tiempo ha sido una constante, casi en una dominante en los relatos de ciencia ficción. Pero, ¿es posible que por causas que aún desconocemos algunas personas puedan ser “proyectadas” fuera de su tiempo, o abrirse “ventanas” que permitan atisbar lo ocurrido en algún momento del pasado o del futuro? La literatura de los fenómenos extraños abunda en ejemplos. Pero muchos de ellos son ambiguos, de difícil constatación. Empero, algunos son realmente impresionantes, no solamente por su naturaleza sino porque a través de los años, investigados una y otra vez, sobreviven a todas las críticas y rechazan todas las explicaciones “naturales”. He aquí dos de ellos.



Quisiera abusar de la amabilidad y paciencia del lector para extenderme ahora en dos casos documentadísimos de “apariciones espectrales”, tanto para ilustrarle en profundidad sobre este fenómeno paranormal como, a los efectos de este artículo, inducir las obvias vinculaciones con el triste episodio que nos ocupa. En una cálida tarde de agosto de 1901, dos maestras inglesas de mediana edad, las señoritas Anne Moberley y Eleanor Jourdain decidieron aprovechar sus vacaciones en París para visitar el palacio de Versalles, que ninguna de las dos conocía. Ambas se interesaban por la historia y poseían cierto nivel cultural, ya que la señorita Moberley era directora del Instituto St. Hugh, y la señorita Jourdain, de una escuela de niñas en Watford. Ninguna de las dos tendía a ser crédula o neurótica. Después de recorrer el palacio se sentaron a descansar en la Galería de los Espejos.


 Las ventanas abiertas y el aroma de las flores las incitaron a volver a salir, esa vez en dirección al Pequeño Trianón, el palacete que Luis XV construyó en los terrenos de Versalles, y que su sucesor, Luis XVI, regaló a la reina María Antonieta. Llegaron a un lago alargado, a cuya derecha había un bosquecillo con un claro y después a otro estanque, junto al cual se levantaba el Gran Trianón, palacio construido por Luis XV. Lo dejaron a su izquierda y llegaron hasta un sendero a cubierto de hierba. No estaban seguras del camino y, en vez de bajar por el sendero que llevaba directamente al pequeño Trianón, lo cruzaron y siguieron por un sendero lateral. La señorita Moberley vio a una mujer asomada a la ventana de un edificio que había en un recodo del sendero; sacudía una tela blanca. La inglesa se sorprendió al ver que su amiga no se detenía a preguntarle el camino. Después se enteró que la señorita Jourdain no lo hizo porque no había visto ni a la mujer ni al edificio. A esas alturas, las dos mujeres no tenían conciencia de que sucediera algo extraño, y conversaban animadamente sobre temas que no tenían nada que ver con el misterio. Doblaron a la derecha, pasaron junto a unos edificios y distinguieron el final de una escalera tallada al otro lado de un portal abierto. No se detuvieron, sino que tomaron el sendero central de los tres que había delante de ellas; la única razón para que lo hicieran fue la presencia de dos hombres que parecían estar trabajando allí, con una especie de carretilla y una pala puntiaguda. Parecían jardineros, aunque las mujeres pensaron que vestían de forma rara; llevaban largas chaquetas gris verdoso y tricornios. Los hombres les dijeron que siguieran en línea recta y las amigas continuaron como antes, absortas en su conversación. Fue más o menos entonces cuando las dos mujeres comenzaron a sentir una cierta opresión (de forma independiente; no comentaron el hecho en aquél momento); observaron que su entorno era curiosamente llano, y ambas tuvieron la sensación de que el paisaje se había vuelto bidimensional. Esas sensaciones se hicieron abrumadoras cuando se acercaron a “un pequeño kiosco de jardín, circular, como un kiosco de música; junto a él se sentaba un hombre”. A ninguna de las dos les gustó el aspecto del hombre: su rostro era oscuro y repulsivo. Notaron que llevaba una capa y un sombrero al estilo español. Aunque no se sentían muy seguras de su camino, por nada del mundo le hubiesen dirigido la palabra al hombre del kiosco. Sintieron alivio al escuchar pasos que se acercaban aprisa detrás de ellas pero, cuando se volvieron, el sendero estaba vacío. Con todo, la señorita Moberley vio a otra persona que apareció súbitamente. Parecía “sin duda, un caballero... alto, con grandes ojos oscuros... cabellos negros rizados”. Él también llevaba capa y sombrero español y parecía nervioso cuando les indicó dónde estaba la casa. Les sonrió de una forma que les pareció peculiar pero, cuando se volvieron para darle las gracias, había desaparecido. Volvieron a escuchar el ruido de alguien que corría, aparentemente muy cerca de ellas, pero no vieron a nadie. Cruzaron un puentecito sobre un barranco en miniatura, miraron la cascada que caía junto a él y, finalmente, llegaron “a una mansión campestre pequeña, cuadrada y sólidamente construida” con una terraza que daba al norte y al oeste. La señorita Moberley vio a una dama sentada en el césped, de espaldas a la terraza, que parecía estar haciendo un dibujo. La dama las miró fijamente cuando pasaron junto a ella. La señorita Moberley comentó que, aunque era bastante bonita, ya no era joven, y no le pareció atractiva.  Esto no le impidió observar el vestido que llevaba, de una tela ligera y escotado. Sus abundantes cabellos rubios estaban cubiertos por un gran sombrero blanco. Las dos inglesas pasaron junto a ella en silencio y subieron a la terraza; la señorita Moberley se sentía como si estuviera andando en sueños. Entonces volvió a ver  la dama, esta vez de espaldas, y sintió alivio porque la señorita Jourdain no le había preguntado si podían entrar a la casa. En realidad, la señorita Jourdain no la había visto. Estaban ya en el ángulo suroeste de la terraza. Cuando se volvieron, vieron una segunda casa de la que salió un joven (con “aspecto de lacayo”) quien les ofreció acompañarlas en la visita. Entonces se les unió una alegre boda y se sintieron de mejor humor. Las dos señoritas no hablaron de estos acontecimientos durante la semana siguiente. Solo cuando la señorita Moberley se puso a escribir su versión de los hechos y volvió a sentir una sensación de opresión, preguntó a su amiga “¿No crees que el Pequeño Trianón está embrujado?”. La señorita Jourdain pensaba lo mismo. Sólo entonces compararon las notas y supieron las diferencias existentes entre sus experiencias. Ambas mujeres escribieron, tres meses después y por separado, sendos relatos completos de lo sucedido. Este lapso de tiempo fue uno de los factores que provocaron el escepticismo de comentaristas posteriores: los recuerdos de un suceso, registrados al cabo de tres meses, eran menos exactos que si se redactaban de forma inmediata. Las maestras eran pues, sospechosas de “reconstrucción imaginativa”. Sin embargo, existían leyendas relacionadas con el Trianón que apoyaban su versión. Una amiga parisina de la señorita Jourdain le contó que gente de Versalles había visto a María Antonieta, un día de agosto, sentada en los jardines del Pequeño Trianón, con un vestido rosa y un gran sombrero de paja. El lugar, en su conjunto –las personas presentes y el tipo de diversiones- parecía, según dijo esta amiga, una reproducción exacta del fatídico 10 de agosto de 1792, día del saqueo de las Tullerías, de la fuga de la familia real a París y del encarcelamiento del rey y la reina en el Temple. Las dos señoritas se preguntaron si se habrían topado con algún recuerdo de la reina, proyectado por ella sobre el Trianón o retenido por el propio lugar. Desconcertadas por lo que habían encontrado, decidieron comparar los detalles de su experiencia con los hechos, y regresaron a Versalles. La señorita Jourdain volvió sola al Trianón en enero del año siguiente, y de nuevo sintió la cualidad alucinatoria en el lugar, derivada en parte de la atmósfera y en parte de lo sucedido anteriormente. Algunos detalles eran diferentes: el kiosco, por ejemplo, no parecía ser el mismo edificio, y al comienzo no sintió nada extraño. Sólo cuando atravesó el puente que conduce al Hameau (“Aldea”), donde la reina María Antonieta y sus amigos jugaban a los campesinos, sintió como si hubiese atravesado una línea, como si hubiese entrado en un “círculo de influencia”. Vio un carro que estaba siendo cargado de leña por dos peones que llevaban túnicas y capas con capucha. Volvió un momento la cabeza hacia el Hameau, y cuando miró nuevamente los dos hombres y el carro habían desaparecido. Hubo otros incidentes: la visión de un hombre embozado moviéndose entre los árboles, el crujido de vestidos de seda, la sensación de estar rodeada por una multitud de seres invisibles, el sonido de una banda distante tocando música ligera; pero ninguna de esas sensaciones era comparable a los hechos de agosto de 1901. Las dos amigas volvieron varias veces a Versalles, pero nunca revivieron su primera experiencia. Por el contrario, descubrieron que la disposición del jardín había cambiado mucho desde su primera visita. Algunos bosques habían desaparecido, ciertos senderos también; había edificios alterados: el kiosco había desaparecido. El barranco, el puente y la cascada, también. El Trianón del siglo XX tenía muy poca relación con el que habían visto la primera vez. Desconcertadas e intrigadas, las dos maestras emprendieron una investigación de la historia del Trianón de la reina María Antonieta. Hay que tener en cuenta lo poco que se sabía en aquella época de las experiencias retrocognocitivas a gran escala. Como esta aventura fue especialmente compleja, la explicación más simple parecía ser que habían tenido una alucinación, que sus recuerdos eran inexactos o que estaban “adornando” su experiencia: también se habló mucho que ninguna de las dos mujeres se apercibió en aquél momento de que estaban viendo cosas que no existían. Este último punto me parece el menos interesante, entendible en los criterios escépticos de la época pero no a la luz de la amplia documentación casuística que sobre lo paranormal tenemos hoy en día. Porque si existe una constante psicológica en la mayoría de los testigos, sea de episodios OVNI, fenomenología ultraterrena o insólita, es lo que yo llamo la suspensión de la incredulidad. Él o la testigo conviven emocionalmente cómodos con el bizarro episodio, generalmente sin que sus más curiosos aspectos les llame en el momento la menor atención, y no es sino hasta horas, días o meses después que ellos mismos se preguntan el porqué de su aparente indiferencia. Las dos maestras se sentían lo suficientemente convencidas de la rareza de su experiencia como para querer comprobar los hechos, ya que en los años siguientes se tomaron el trabajo de investigar los detalles de la estructura original del Trianón, la disposición primitiva de los jardines y el nombre de su responsable, la clase de trabajadores que podía emplear la reina allí y los uniformes que podrían haber llevado. A la luz de los resultados, el sarcasmo de un periodista que dijo que habían visto a gente real en 1901, con ropas de 1901, no se sostiene. Los uniformes gris – verde y los tricornios no correspondían a funcionarios del Trianón de 1901, ya que “el verde era el color de la librea real, y ahora nadie lo lleva”, según los resultados de la investigación de Moberley y Jourdain, publicada en las últimas ediciones de su libro “An adventure” (“Una aventura”). Las apariciones, ¿pudieron ser una mascarada? La música fantasmal, ¿la de una orquesta real que tocaba fuera de la vista? Quizás, pero, ¿por qué había máscaras corriendo por bosques inexistentes y senderos desaparecidos en un cálido día de agosto de 1901? Se podrá objetar que Moberley y Jourdain se paseaban por ese mismo paisaje en ese momento, pero no corrían, ni iban disfrazadas. En cuanto a la música que oyó la señorita Jourdain en 1902, descubrió inmediatamente que ninguna banda había estado tocando esa tarde. El kiosco que vieron se parecía algo a uno que había figurado en los planes originales del Trianón como una ruine –que no se traduce como “ruina” sino como “locura decorativa”- pero no es seguro que fuera construido alguna vez. De hecho, el kiosco fue una fuente de dificultades para las dos maestras en sus esfuerzos por identificarlo con algún rasgo original del Trianón; vacilaron y modificaron sus opiniones. Les parecía que “tenía algo de chino”. Un crítico francés, León Rey, que escribía en La revue de Paris, lo identificó con un edificio llamado Jeu de Bague, que era de estilo vagamente oriental. Pero las dos inglesas no estuvieron de acuerdo y señalaron las discrepancias entre el kiosco del 10 de agosto –que, después de todo, ellas habían visto y Rey no- y el Jeu de Bague. Su referencia a “algo de chino” no fue hecha hasta 1909, lo que sugiere una ocurrencia tardía. Sin embargo existen datos que, en 1774, el jardinero jefe de María Antonieta, Antoine Richard, había planeado la construcción de un kiosco pequeño, del tipo del que las dos maestras creyeron ver en 1901. A medida que uno examina los hechos narrados por Moberley y Jourdain y las acusaciones y contraacusaciones que se les hicieron a lo largo de los años (hasta los ’50), su relato y su interpretación se vuelven cada vez más enigmáticos. El hombre moreno que inspiró tanta aversión a las maestras fue identificado como el conde de Vaudreuil, quien desempeñó un siniestro papel en los últimos meses del reinado de María Antonieta, aunque otro crítico sugirió que la figura podía haber sido el anciano Luis XV. Resultaría pesado reconstruir los pasos de las investigaciones que Moberley y Jourdain realizaron a lo largo de varios años. Fueron mujeres equilibradas, sensatas y verdaderamente intrigadas por lo que les sucedió aquél día de agosto de 1901. Sus investigaciones posteriores parecen tan completas como permitieron la oportunidad y la disponibilidad de recursos. Tampoco fue única, en cuanto a escala, aventura de Versalles, ya que otras dos inglesas vivieron una experiencia similar en Dieppe, Francia, cincuenta años después. Dorothy Norton y Agnes Norton estaban de vacaciones en Francia, en Puys, un pueblecito cercano a Dieppe. A las 5 y 20 de la madrugada del 5 de agosto de 1951, Agnes se despertó y preguntó a Dorothy: “¿Oyes ese ruido?”. Dorothy lo oía; de hecho, lo había estado escuchando desde hacía “unos veinte minutos”, según el relato que escribió después. Las dos mujeres se quedaron despiertas y escucharon los extraordinarios ruidos que parecían provenir de la playa. Dorothy los describió después como “un rugido que disminuía y aumentaba”. Finalmente, encendieron la luz y salieron al balcón, pero no pudieron ver la costa ni descubrir la fuente de los sonidos. Los ruidos eran cada vez más fuertes. Las dos mujeres pudieron distinguir diferentes tipos. Dorothy identificó “gritos, cañonazos y bombardeos en picada”, además de un bombardeo ocasional; según Agnes, los sonidos eran una mezcla de “cañonazos, granadas, bombardeos en picada, lanchas de desembarco y gritos humanos”. Agnes declaró también que todos los sonidos parecían llegar desde muy lejos. Mientras escuchaban los ruidos, las dos mujeres llegaron gradualmente a la conclusión de que el origen de éstos debía ser paranormal.  Al día siguiente, ambas tomaron nota muy detallada de los momentos en que escuchaban diferentes tipos de sonidos, en relatos separados, en los que aparecen pequeñas variantes. Por ejemplo: aunque ambas dicen que la primera serie de ruidos cesó a las 4,50, Agnes afirma que la segunda serie había empezado a las 5,07, mientras Dorothy dice que fue a las 5,05. Cada una tenía su propio reloj, pero admitieron que el de Agnes solía ser más exacto, ya que el de Dorothy atrasaba algo. Los investigadores G.W Lambert y K. Gay, de la Society for Psychical Research, establecieron un cuadro detallado en el que comparaban el relato y las observaciones de las dos mujeres con lo sucedido durante la incursión sobre Dieppe. Los acontecimientos del 19 de agosto de 1942 comenzaron a las 3,47 de la madrugada. La “hora cero” para el desembarco de carros de combate en Puys y Berneval tendría que haber sido a las 4,50, pero se produjo una demora. La primera ola de barcazas llegó a Puys a las 5,07, y a las 5:12 los destructores habían comenzado a bombardear Dieppe. La fuerza principal desembarcó a las 5,20. Los edificios de la costa ya estaban siendo atacados por los Hurricane de la RAF que llegaron a las 5,15. A las 5,40 terminó el bombardeo. Exactamente diez minutos después llegaron 48 aviones más de la RAF y se unieron a la batalla. Estos detalles cronológicos fueron tomados por Lambert y Gay de un relato de la incursión totalmente desconocido por las dos mujeres.

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