Hace ahora 80 años el mundo asistió impresionado a las curas milagrosas que el reputado doctor Fernando Asuero realizaba en su consulta. Paralíticos que volvían a andar, epilépticos que sanaban y dolencias que desaparecían gracias a la asueroterapia, un singular y misterioso método descubierto por este médico. Ésta es su historia.
Nace un genio
Fernando Asuero y Sáenz de Cenzano nació en San Sebastián el 29 de mayo de 1887, justo 42 años antes de que su nombre se hiciera mundialmente célebre. Procedía de una ilustre familia de cirujanos en la que destacó especialmente su abuelo, Vicente Asuero y Cortázar, que fue catedrático de Terapéutica General, Farmacología y Arte de Recetar, y médico personal del rey consorte Francisco de Asís. Por tanto, no es de extrañar que su nieto Fernando se decantara por esta profesión formándose en la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Madrid, primero, y en las de París y Cambridge, después. Quienes lo conocieron aseguran que era un hombre sencillo, humilde, amigo de sus amigos, extrovertido, dinámico y de una extraordinaria vitalidad. “Hombre jovial, siempre de buen humor, que habla a voces, anda a saltos y ríe siempre”, decía de él el periodista José María de Barbachano. Si se mencionan sus cualidades es, en parte, porque todo indica que su revolucionario método de curación precisaba de un fuerte componente psíquico, de una extraña sintonía entre el alma del paciente y la de su doctor. Precisamente, una de las aficiones más conocidas de este personaje era leer sobre lo que en aquel tiempo se llamaban “ciencias ocultas”. En el libro Las curaciones del doctor Asuero, su autor, José Carlos Vea, asegura que a Asuero “el ocultismo y lo paranormal no le eran ajenos, ya que se interesaba por aquellas cuestiones de difícil explicación por parte de la ciencia”. Asimismo, era un apasionado de la cultura china y de sus procedimientos curativos, especialmente de la acupuntura, cuya efectividad comenzaba a ser conocida en Occidente.
Figura mediática
Tras especializarse en Otorrinolaringología en la Universidad de Cambridge (Reino Unido), el doctor Asuero regresó a San Sebastián y trabajó en varios hospitales hasta abrir su propia consulta en pleno centro de la ciudad. Rápidamente fue haciéndose conocido entre los ciudadanos debido a sus buenas artes y, sobre todo, a su excelente trato personal y a su compromiso social, que le llevaría a ejercer de concejal entre 1923 y 1925. Y así fueron transcurriendo los años, hasta que el 9 de mayo de 1929 los periódicos El Pueblo Vasco y El Sol publicaron la noticia antes mencionada. A ellos se les unió en esa misma jornada La Voz de Madrid con el titular “¿Será verdad o no? El trigémino y algunas extrañas curaciones”.
Los tres diarios mencionaban las supuestas curaciones que un tal doctor Fernando Asuero llevaba practicando en su consulta desde hacía meses. En ese momento las informaciones eran confusas, pero suficientemente llamativas para que recalaran en la ciudad los corresponsales del resto de los periódicos nacionales, ansiosos por hacerse eco de todo este asunto. “Surgió como un relámpago con su claridad vivísima y la tormenta fue creciendo en intensidad y extensión”, explica José María Barbachano al referirse a ese momento inicial. Y añade que “de la Bella Easo –San Sebastián– pasaron los acontecimientos y las referencias a la provincia, de la provincia a la nación y de la nación al mundo entero”.
Los periodistas acudieron en masa a la consulta del doctor Asuero para entrevistarle sobre su método y comprobar la veracidad de las supuestas curaciones, pero él se negó a hablar. Sin embargo, gracias a los testimonios de varios enfermos ya sanados, lograron averiguar que consistía en excitar –mediante unos estiletes acabados en forma de roseta– diversos nervios nasales, principalmente el trigémino, que está conectado a otro, el simpático.
Lo asombroso de su técnica era que de una forma tan sencilla se lograra curar enfermedades tan diversas como el asma, la epilepsia, las úlceras varicosas, la sordera, la ceguera y la parálisis, al tiempo que destacaba su efectividad sobre los procesos dolorosos. Además, para lograrlo no hacían falta muchas sesiones ni largas operaciones; bastaban unas pocas citas y, en ocasiones, solo unos minutos.
Pronto salieron a la luz casos como el de Benito Jovarri, inválido desde hacía más de 20 años que, tras acudir al doctor Asuero, salió caminando por su propio pie; el de el de Bienvenido Sanz, que padecía una fuerte parálisis bucal de la que se curó tras la intervención; o el del guardia civil Alberto Sánchez, que se recuperó de su discapacidad en la primera sesión.
Estos casos no hicieron sino aumentar la llegada de enfermos a la ciudad. Los hoteles colgaban el cartel de completo y las calles adyacentes a la clínica se colapsaban de gente a la espera de conseguir una cita. Tal fue la avalancha que la consulta debió trasladarse al cercano hotel Príncipe, en el que el doctor Asuero ocupó tres habitaciones. Asimismo, opinar, incluida la clase médica, y el propio doctor Gregorio Marañón expresó en El Sol su posición contraria al procedimiento de Asuero, mientras que el experto en Otorrinolaringología Amalio Gimeno censuraba en ABC a los médicos que no se esforzaban en investigar el asunto.
A los pocos días los periódicos ya habían adoptado una postura concreta en relación con el doctor Asuero. La mayoría de los medios optó por la crítica feroz y la burla, con titulares del tipo “Como maniobra psicoterápica puede pasar, pero como invento maravilloso linda con la caricatura” o “El caso del trigémino. Si es broma puede pasar”. El Heraldo de Madrid incluso creó una sección propia sobre el tema con el epígrafe “Un escándalo científico”.
Por supuesto, también hubo quienes lo defendieron y publicaron las declaraciones de los numerosos enfermos que afirmaban haberse curado gracias a él. “Conocemos muchas curas efectuadas por el doctor Asuero o sus imitadores; pero la relación sería interminable”, afirmaba ABC en una de sus crónicas. La alusión a los imitadores se debía a que, a raíz de la fama adquirida por la asueroterapia, centenares de médicos se volcaron inmediatamente en aplicarla –con mayor o menor fortuna– en sus consultas. Como aseguraba el doctor Jiménez Quesada en su libro De Fleming a Marañón, “no hubo lugar en toda la geografía donde no se practicara”.
Y no solo en España. Hubo seguidores de la asueroterapia en Francia, Italia, Argentina, México, Cuba y Portugal, entre otros países. Otro de los medios que también se decantó por la defensa del método de Asuero fue El Siglo Médico, en el que se afirmaba: “Fernando Asuero ha sido siempre un caballero perfectísimo(…). Se divaga, se inventa, se miente y se escupe sobre la dignidad de un médico honorable”. Porque lo más importante del debate que se generó era que las críticas hacia Asuero se circunscribían a que no era capaz de explicar científicamente cómo actuaba su sistema. “De eso del trigémino le diré que, como no obedece a principios científicos, lo juzgo inadmisible”, afirmó Santiago Ramón y Cajal.
Había curaciones, de acuerdo. Se producían insertando un estilete por la nariz y excitando ciertos nervios nasales, bien. Pero ¿sobre qué bases racionales y médicas se fundamentaban? Eso es lo que Asuero no sabía explicar y lo que se le reprochaba abiertamente.
Celebridad mundial
Y, mientras, ¿qué sucedía con el pueblo llano, el que acudía a su consulta en masa a diario? Tanto debate y tanta polémica, por un lado, más la negativa de Asuero a defenderse de las acusaciones, por otro, crearon la sensación de que el buen doctor estaba siendo increpado por sus colegas simplemente por haber acertado donde el resto había fracasado.
Sin embargo, aunque algunos lo condenaban, el galeno donostiarra comenzó a recibir el cariño de la gente con homenajes y recepciones en su honor, mientras se sucedían curaciones como las de la joven de 24 años Emilia Rodríguez Neira, tratada de una parálisis que la impedía mover el brazo y la pierna izquierdos, y la del concejal Romeo, curado tras 20 años padeciendo una afección nerviosa.
En la localidad riojana de Cihuri, en la que Asuero había vivido parte de su infancia y poseía una finca familiar, los vecinos lo homenajearon poniendo su nombre a una de las calles. Sucedió lo mismo en la también riojana ciudad de Haro a finales de 1930. Desde el otro lado del Atlántico el cantante cubano Miguel Matamoros compuso el son El paralítico. Según contó, lo hizo porque “en 1930 en Cuba no se hablaba de otra cosa más que de un médico español llamado Fernando Asuero que curaba la parálisis”.
Una de las mayores manifestaciones de cariño popular se produjo el 30 de mayo de 1929 cuando, con motivo de su cumpleaños, más de 30.000 donostiarras se agolparon en el portal de su consulta esperando verle aunque fuera solo un instante. A su buzón de correo llegaron invitaciones para impartir conferencias en las principales capitales europeas y en países como Argentina y México, en los que ya era una celebridad. Pero a mediados de 1930 el interés informativo sobre la asueroterapia y su fundador cayeron en picado.
¡Ahora hablo yo!
En vista de los acontecimientos, el doctor Asuero se decidió a dar su opinión y se defendió de las acusaciones de fraude vertidas contra él en un libreto titulado ¡Ahora hablo yo!
Lo iniciaba disculpándose por la tardanza en pronunciarse, algo que achacaba a la enorme presión a la que se había visto sometido durante los meses anteriores. Es significativo que el prólogo del libro esté firmado por el profesor francés Helan Jarwoski, creador del término “reflexoterapia”. En él, Jarwoski comentaba las posibilidades terapéuticas que presentaba la manipulación de los reflejos, la base de la asueroterapia. El doctor francés elogiaba a su colega español y aseguraba que poseía un don especial para tratar a los enfermos, algo que se había mostrado crucial en su técnica. De esta forma, agregaba a la asueroterapia un elemento personal del que ningún medio informativo había hablado hasta entonces. Tras este prólogo, Fernando Asuero se centraba en explicar su método y “la enorme sorpresa” que le habían ocasionado “los resultados obtenidos” cuando comenzó a practicarlo. El primer caso que trató con éxito fue un problema de ciática, al que le siguieron otros mucho más graves. Y citaba el de una mujer encamada desde hacía meses a la que ordenó que estirase las piernas, ya recostada en la camilla, tras practicarle la operación nasal. “Todos me miraron con ojos de asombro y la pobre enferma creyó que se trataba de una genialidad, como me manifestó muy dolida. Volví a mandárselo y, sin yo tocarla, puso ambas piernas en extensión con gran facilidad y sin ningún dolor (…). A continuación, aquella mujer de 93 kg se puso de pie y dio unos pasos”, cuenta Asuero en su libro.
“¿Qué fuerza tan formidable posee en estado potencial este organismo y se ha hecho efectiva en mi intervención?”, se preguntaba. Y por si acaso se pensaba en la sugestión como posible explicación a las curaciones, Asuero aseguraba que no tenía nada que ver, aunque defendía sus bondades en otros supuestos. Y continuaba relatando su excitación a medida que aumentaban las curaciones, que, a su vez, le aportaban datos nuevos que a él le era imposible analizar. “Me veo loco por ordenar y sacar consecuencias de hechos tan interesantes. Retraso la presentación de casos a la Academia Médico-Quirúrgica de Guipúzcoa, como era mi propósito”, argumentaba.
Fue esta incapacidad de alcanzar la luz la que le llevó a pedir opinión a sus colegas, pero tampoco ellos lograron extraer nada en claro. Algo, afirmaba, sí le resultaba evidente: “Mi método posee un factor personal difícil de definir que contribuye a la formación de un estado psíquico”, que provocaba con su método. Es decir, que el enfermo debía de encontrarse en un estado especial y propicio para que la curación se produjera. Asuero lo argumentaba diciendo que era debido a “la afluencia de una corriente de sangre, conseguida merced a diversos procedimientos y combinada con un determinado estado psíquico, lo que provoco con mi sistema”.
¿Enigma pendiente?
Pese a tan jugosas declaraciones, ¡Ahora hablo yo! no dio respuesta a la pregunta más importante: cómo se producían las curaciones. Esto hizo que el interés por la asueroterapia decayera en todos los ámbitos y países, aunque aún siguieran practicándola varios médicos. Muestra de ello fue la publicación de la revista Renovante, a través la cual el doctor donostiarra pretendía dar a conocer periódicamente todas las novedades surgidas al amparo de su método.
La revista desapareció al cumplir un año de vida, en junio de 1931. Algo después, el 22 de diciembre de 1942, lo haría el doctor Asuero debido a una angina de pecho. Tenía 55 años y su nieta María Rosa contó que la noche antes de fallecer presintió su muerte y pidió a su familia que brindara por su marcha. Con su deceso se fue la última oportunidad de averiguar qué se escondía realmente tras los increíbles episodios que se habían producido en su consulta. El problema fue que estos jamás se trataron en los foros adecuados, sino que fueron relegados a la prensa o se convirtieron en conversaciones de café en las que, inevitablemente, se distorsionaban los hechos y se mezclaba realidad con fantasía. Nadie se atrevió a solicitar una investigación exhaustiva y científica de la asueroterapia. Los conocimientos médicos de la época no ayudaron a desentrañar el misterio y Fernando Asuero tampoco estaba preparado para ello, a pesar de la minuciosidad que demostró al anotar el estado en el que entraba el enfermo en su consulta, su historial médico y los resultados obtenidos tras ser intervenido. Y aquí radica lo increíble de esta historia, en que nadie dudó de la buena fe ni de la honestidad del médico donostiarra al constatar que, efectivamente, se habían producido algunas curaciones o mejorías entre quienes habían sido sometidos a la asueroterapia. Eso sí, solo en determinadas afecciones, en determinados pacientes y por un tiempo determinado.
fuente: taringa